Por Jorge Turpo Arias
Una tarde de junio de 2015, el ingeniero Martín Vizcarra acompañó a su esposa hasta una escuela pública de niños de tres a cinco años que ella dirigía en Moquegua. Maribel Díaz, maestra de Educación Inicial y directora de la escuela Sagrado Corazón de Jesús, necesitaba su opinión de ingeniero civil y socio de una compañía constructora, para decidir en qué gastar un presupuesto anual equivalente a seis mil dólares que el Ministerio de Educación destina para mejorar las aulas del colegio. Al año siguiente la directora de la escuela tendría una vacante para un profesor más y sabía que le faltaría un aula para él. Su esposo, el ex gobernador de Moquegua, llevaba los cordones de sus zapatos sin atar, pero estaba convencido de que ese colegio no necesitaba un aula más. En el Perú siete de cada diez colegios necesita urgentes trabajos de reparación, pero el ingeniero quería ayudar a su esposa a decidir cómo utilizar mejor su presupuesto. «Ese dinero sólo te alcanzará para pagar mis honorarios por la asesoría», le dijo a ella sonriendo. «Serás mi asesor ad honorem», respondió ella.
Vizcarra le sugirió que, en lugar de un maestro más, solicite contratar un vigilante o a personal de limpieza que le hacían falta, y que esos seis mil dólares los gastara en construir baños para los niños que estudiaban en las aulas del segundo piso de su escuela. Los directores de colegios públicos hacen las veces de gerentes, contadores y psicólogos cuando deben orientar a los padres de familia sobre el rendimiento académico de sus hijos. A pesar de esa carga, escuelas como la de Maribel Díaz han ganado prestigio porque los niños que allí estudian ingresan a las mejores escuelas públicas y privadas. Por eso cada año más padres forman largas colas para matricularlos pero no todos logran una vacante. La capacidad es para doscientos niños y, por la alta demanda, Maribel Díaz quería construir un aula más. Su asesor ad honoren se opuso. «No necesitas más alumnos: necesitas mejores ambientes para los que ya tienes», le dijo Vizcarra.
La maestra Díaz, su esposa, que había estudiado un año de Medicina en Tucumán antes de graduarse de maestra de Educación Inicial en el Pedagógico Mercedes Cabello, recuerda que al conocerle le había gustado su mirada segura y su voz grave como de Leonardo Favio. «Me gustaba que me leyera cualquier texto –dijo–. Alguna parte de una revista o hasta las noticias de los diarios». Tienen cuatro hijos juntos, tres mujeres y un hombre. El ex gobernador siempre habla de ellos, incluso cuando sus detractores querían ponerlo contra las cuerdas acusándole de no saber nada de Educación porque era un ingeniero. Cuando era gobernador, Vizcarra se lo tomaba con humor y respondía que su hija mayor estaba en la universidad, la otra en secundaria, una más en primaria y el último en inicial. «Tengo hijos en todos los niveles —decía—. Algo debo saber de educación ¿no creen?». El humor es la distancia más corta entre dos personas. Vizcarra sabía tender puentes con sus opositores.
Tras llegar con su esposa a su escuela, Vizcarra invitó a subir al segundo piso a un funcionario de la Dirección de Educación de Moquegua, y se detuvo en una de las escaleras para atarse los pasadores de sus zapatos. La directora de la escuela insistió en su idea de edificar una nueva aula, pero el funcionario le dio un argumento definitivo: por normas de construcción, todo local escolar, según la ley, debe tener como mínimo cuatro metros cuadrados de patio o área de recreo por niño. La escuela que dirige la esposa de Vizcarra tenía poco más de doscientos niños. «¿Cuántos metros tienes aquí? Apenas seiscientos. ¿Ya ves? –le dijo Vizcarra–. Estás saturada de alumnos. Ahí está tu argumento técnico». Era prioridad construir los baños que no tenían los niños del segundo piso.
Vizcarra estaba convencido de que si Moquegua no avanzaba en Educación no podía ser más competitiva. En un principio, el ingeniero pensaba que debía empezar gastando el dinero en comprar una computadora portátil para cada maestro, pero luego sintió que se equivocaba priorizando en tecnología. Había colegios que no tenían servicios de agua, desagüe y electricidad. Vizcarra recuerda que la pobreza es hereditaria y que la mejor manera de despojarse de ese legado es con más educación. El gobernador veía una relación directa entre más horas de clases y mejores resultados académicos de los alumnos. Los países que tienen más horas de clases están por encima del resto. En Japón el año escolar tiene 243 días, 220 en Corea del Sur, 216 en Israel, 200 en Holanda, 200 en Tailandia, 180 en Estados Unidos. Los países latinoamericanos no superan los 160 días. En Perú son 140. «Nos hemos acostumbrado —dice Vizcarra— a suspender las clases por cualquier cosa». El domingo en que el equipo de fútbol moqueguano San Simón ascendió al fútbol profesional le pidieron, como gobernador, que declarara feriado el lunes. Vizcarra se negó. Lo criticaron porque el gobernador anterior había declarado feriado cuando otro equipo, el Cobresol, clasificó a la liga profesional. Sin feriados injustificados, los estudiantes de Moquegua ganaron más horas de estudio.
El siguiente acto de Vizcarra fue contratar a más supervisores para cuidar el nivel de conocimiento, amor propio y contagio de sus maestros. Para él, el programa de supervisión de profesores tenía una lógica parecida a la de las obras de construcción, donde hay un ingeniero residente, responsable de que el trabajo avance, y un ingeniero supervisor que guía, fiscaliza y verifica los retos de la obra. En el aula es lo mismo: un docente acompañante examina y orienta al maestro principal. Pero en Moquegua, como en el resto del país, el Ministerio de Educación no tiene dinero para contratar a maestros que acompañen a otros en todas las aulas. Necesitaban ciento veinte maestros y el ministerio solo contrató a algo más de cincuenta. Vizcarra pagó a los otros sesenta y seis que faltaban.
Galo Vargas Cuadros, presidente de la Cámara de Comercio de Moquegua, dice de él: «Vizcarra, con más educación, ha mejorado la autoestima de los moqueguanos». El gobernador hizo que todos los alumnos de la región tuvieran una carpeta cómoda y bien pintada. Se propuso que cada verano, entre enero y marzo, se reparara todo el mobiliario dañado. No contrató carpinteros, sino a estudiantes de universidades e institutos superiores. Jóvenes chambeando en vacaciones, se llamó el programa. Se les enseñó el oficio y se les pagó un equivalente a trescientos dólares al mes. El segundo año hubo mil vacantes y postularon cinco mil jóvenes. Tuvieron que juntarlos a todos en el coliseo de la ciudad para sortear las vacantes. Vizcarra invitó al sindicato de profesores a ser parte de los cambios: les pidió nombrar representantes para los comités de compra de materiales y contratación de profesores, para decidir en qué colegios se debían hacer nuevas aulas o repararlas. Conversó con todos para apuntar a un mismo objetivo: mejorar el aprendizaje en las escuelas.
En sus once años de alumno, Martín Vizcarra ocupó el primer lugar en la Gran Unidad Escolar Simón Bolívar. Era presidente de aula y sus compañeros recuerdan su fino humor que lo alejaba de la figura de nerd. Pasaba varias horas jugando ajedrez hasta llegar a ser campeón regional juvenil. Ahora prefiere practicar Frontón, un juego con raquetas y una pared que exige más resistencia física que agilidad mental. Ingresó a la Universidad Nacional de Ingenierías, UNI, en Lima, en el puesto diecisiete entre miles de postulantes. Tras acabar su carrera, en tiempos del primer gobierno de Alan García, el joven ingeniero consiguió trabajo en Arequipa, una región vecina a Moquegua, gracias a su padre, un reconocido militante del APRA. Vizcarra tenía que supervisar la culminación del puente Collota a cerca de cuatro mil metros de altura. El puente debía haberse acabado en cuatro meses pero ya llevaba dos años. Vizcarra se dio cuenta de que en lugar de un especialista, necesitaban una persona honrada. Cuando llegó a Collota después de diez horas de viaje desde Arequipa, el ingeniero residente de la obra lo esperó con una gran fiesta con orquesta, comida, cerveza, bailarinas y todos los trabajadores disfrutando. Con esas fiestas el residente de obra conseguía que los supervisores le ampliaran el plazo y el presupuesto una y otra vez. Vizcarra puso orden y la obra se terminó en seis meses, sin ninguna prórroga más. Al interior de la dirigencia aprista se corrió la voz sobre lo que había hecho. Le propusieron que se quedara como jefe de la Microrregión La Unión, una provincia arequipeña. «Me gustó, era soltero y el pueblo era bonito». Vizcarra empezó a vivir a gusto en Cotahuasi, capital de La Unión. Gestionaba obras para el lugar y enseñaba matemáticas y construcción civil en el instituto del pueblo. Allí no había energía eléctrica y sólo entre las seis y nueve encendían un grupo electrógeno para alumbrarse. Una vez se quedó hasta tarde en la oficina con el dibujante de planos, la secretaria y un asistente. Afuera se estacionaron dos camionetas de donde bajaron cuatro hombres y se cubrieron sus rostros con pasamontañas. Tenían armas largas. Entraron y preguntaron quién era el jefe. Vizcarra se apuró a contestar: «Está en Arequipa». Le preguntaron por un ingeniero. «Tampoco hay ingenieros», respondió. Le preguntaron quién era él. «Soy el topógrafo», mintió. Les ordenaron que se tiraran al piso y descargaron sus armas destrozando la oficina. «Los vidrios cayeron sobre nosotros —recuerda—. No nos movimos del piso unos veinte minutos». Encendieron velas y vieron que todas las paredes tenían pintadas de Sendero Luminoso. Cotahuasi queda cerca de Ayacucho, la región donde Abimael Guzmán había iniciado su lucha armada. Vizcarra recién tenía dos meses en el cargo. Al día siguiente cogió sus cosas y nunca más volvió a Cotahuasi. Su lugar lo ocupó un vecino notable del pueblo apellidado Cateriano. «Era un señor –dice– que me hacía recordar mucho a mi padre». A los tres meses, cuando estaba en Moquegua, se enteró que lo habían asesinado.
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Vizcarra había entendido que la Educación es un asunto muy personal. Cuando llegó al último año de su gobierno de Moquegua, había prometido no postular a la reelección y cumplió su palabra, pero aún tenía una deuda por resolver: una de sus escuelas siempre ocupaba el último lugar en las pruebas nacionales del año. Era el Colegio Modelo San Antonio, el mayor de Moquegua, con mil quinientos alumnos. Hasta el 2011 solo tres de cada diez estudiantes de este colegio podía resolver bien problemas elementales de matemática y entender los textos que leían. Desde que Vizcarra fue gobernador, destinó el treinta por ciento de su presupuesto total a la educación cuando el resto de gobernadores no invertía más del diez por ciento. Con esa cifra, que en dinero se traduce en unos diez millones de dólares al año, Vizcarra construyó aulas nuevas, contrató a maestros capacitados para supervisar las clases de los profesores, instaló computadoras y cañones multimedia para los trescientos colegios de Moquegua. El porcentaje que invirtió en Educación nació de una pregunta que se hacía como gobernador: ¿Cuánto es lo máximo que se puede dar a Educación sin descuidar la salud, la agricultura y las carreteras? Sacaron cuentas y resultó ese treinta por ciento. «Fue una decisión política, pero con base técnica», recuerda Vizcarra.
Sabiendo que, incluso con todo ese dinero, no sería suficiente, el gobernador se empeñó en ir convenciendo a persona por persona. Convenció a alcaldes como Abraham Cárdenas, del pueblo San Antonio, en la periferia de Moquegua, a comprometerse a mejorar sus colegios. La maestra Rosario Siles, subdirectora de primaria del colegio San Antonio, recordó que, durante una reunión con el gobernador, contagiada por su entusiasmo, una de las profesoras le prometió: «Este año llegaremos al primer lugar y usted será nuestro padrino». Vizcarra les tomó la palabra. El resto de maestras de ese colegio le reclamaron a su compañera por lanzar al gobernador un reto tan difícil sin consultarles. «Como ya lo había lanzado —dice Siles—, no podíamos echarnos para atrás». Trabajaron por las tardes dando más horas de clases a los niños, involucraron a los padres de familia a acompañarlos con las tareas, y el alcalde de San Antonio les compró los cuadernos de trabajo, pagó la papelería de los exámenes de ensayo previos a la gran prueba nacional, y contrató a un psicólogo para padres y niños. Cuando se supo el resultado, que ocho de cada diez niños de este colegio tuvieron éxito en las pruebas, Vizcarra festejó el progreso del colegio como si hubiera ganado una elección política y fue a abrazar a las maestras. El San Antonio acababa de ganar el primer lugar nacional en matemática, y el segundo lugar nacional en lectura. «Nos vamos a quedar con el primer puesto otra vez —dice la subdirectora de primaria—. Es cuestión de amor propio. Nadie nos paga más por esto». Se ha propuesto el reto de que el noventa por ciento de sus alumnos supere la próxima prueba nacional en lectura y matemáticas. Siles recuerda que Vizcarra les dijo que, cuando sobraban ganas, no era necesaria mucha ciencia ni traer a un genio para arreglar los problemas. Siles dice que no hay mayor alegría en la vida que ver a un niño aprendiendo a leer y escribir. «Son como el popcorn: uno empieza a reventar y luego otro, y otro, y así todos aprenden. Es una alegría inmensa». Vizcarra y sus maestros organizaron el contagio.
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Durante su gobierno de Moquegua, el ingeniero Vizcarra fue un gran negociador. Mientras en regiones como Cajamarca se cancelaba el proyecto Conga y en Arequipa se abortaba el proyecto Tía María, por oposición de sus autoridades y habitantes, en Moquegua el gobernador Vizcarra concedió que Anglo American explotara el cobre de sus tierras a cambio de mil millones de soles, unos trescientos veinte millones de dólares para obras. La negociación duró un año de enfrentamientos y conciliaciones. Vizcarra quiso hacer lo mismo con Southern Perú, y el presidente ejecutivo de la minera dijo que no tenía nada que conversar porque la empresa pagaba sus impuestos y cumplía todas sus obligaciones. Entonces el gobernador convocó a una protesta. «Yo no busco resultados en base a la confrontación, sino en base al diálogo —dijo—. Pero hay momentos en que debemos ponernos fuertes». Lo que buscaba era que Southern, luego de operar cincuenta años en Moquegua y haber causado irreparables daños ambientales con sus relaves, como mínimo, contribuyera a la educación de esta región. Días antes de la protesta, Southern reaccionó ofreciendo financiar un proyecto educativo invirtiendo unos dos millones y medio de dólares. Vizcarra no aceptó. Les dijo a los funcionarios de la minera que estaba elaborando su propio proyecto educativo y que costaría una cifra equivalente a unos treinta y seis millones de dólares. «Ni hablar, es mucho, quizás podamos apoyar una parte», recuerda que le respondió el presidente ejecutivo de la mina de cobre. Como no llegaron a un acuerdo, el gobernador llamó a la gente a las calles. «Fue una marcha para motivar un poco a Southern», dijo irónico. El 1 de setiembre de 2011, cerca de diez mil personas protestaron en las calles de Moquegua. Edmer Trujillo, ex gerente general de la gestión de Vizcarra, marchó en primera fila. «Fue la primera vez en mi vida que participé de una protesta —dijo—. Y era justa». Southern sintió el golpe. La marcha ocupó titulares hasta en el extranjero. Aceptaron financiar todo el proyecto. Con ese dinero de la compañía minera, todas las escuelas públicas de Moquegua tendrían Internet, estarían interconectadas entre sí, las aulas tendrían pizarras táctiles, y los maestros, por fin, una laptop y serían capacitados en el uso de la tecnología.
La plataforma informática la haría IBM y el software la Universidad Católica de Santa María de Arequipa. Cuando Vizcarra se enteró de que esta universidad cobraría unos siete millones de dólares por hacer el software, viajó a Arequipa a hablar con el rector. «Nunca has hecho un contrato tan millonario y lo conseguiste gracias a Moquegua. ¿Cuántas becas me puedes dar para que mis maestros hagan una maestría aquí?», recuerda Vizcarra que le preguntó. El rector le ofreció cien becas completas. Vizcarra le pidió mil. Llegaron a un punto intermedio: seiscientas becas. «Eso no es parte del acuerdo con la Southern —dice—. Es un plus que conseguimos». Se convocó a un concurso entre los tres mil profesores de Moquegua y eligieron a los seiscientos becarios.
A Vizcarra lo acusan con frecuencia de ser un aprista encubierto. Es un estigma que carga por César Vizcarra Vargas, su padre, un militante del APRA, ex alcalde de Moquegua y miembro de la Asamblea Constituyente que presidió Haya de la Torre. De niño llegaban a su casa Haya de la Torre, Ramiro Prialé, Luis Alberto Sánchez y un jovencísimo Alan García. En 2006, el ingeniero Vizcarra postuló por el Apra en las elecciones regionales, no como militante sino como invitado. Nunca se inscribió en el partido. Perdió por cuatrocientos votos. En 2010, cuando postuló como independiente, Vizcarra ganó de largo. Su padre, el alcalde de Moquegua, había ideado el Proyecto Pasto Grande, una represa de doscientos millones de metros cúbicos de agua, con un túnel de derivación y canales para irrigar quince mil hectáreas de cultivo. El hijo fue el ingeniero jefe del proyecto. «Yo quise tanto este proyecto —había declarado el alcalde— que tuve que hacer un hijo para que lo construya». César Vizcarra Vargas no pudo ser testigo de la carrera política de su hijo. Hoy tres colegios en Moquegua llevan su nombre. Cuando acabó su trabajo en Pasto Grande, el ingeniero creó con su hermano mayor la empresa constructora C&M Vizcarra. Su hermano puso treinta mil dólares, y él veinte mil que le había prestado su padre. Con ese dinero compraron las dos primeras máquinas para la empresa. «Una mezcladora y una vibradora para el concreto –recuerda–. Unas máquinas de segunda mano que compré en Arequipa». Ahora los bienes de la empresa, según él, valen cerca de tres millones de dólares. Él diseña los proyectos y presupuesta las obras. Su hermano es el que cobra.
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En 2014, el ministro de Educación le concedió al gobernador de Moquegua las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta. Es la máxima condecoración que cada año reconoce una gran contribución de servicio a la educación del Perú. Es un honor a una trayectoria, y el ingeniero Vizcarra fue el más joven de los condecorados. Cuando terminó la ceremonia, se fue a la clínica donde estaba internada su madre, entró a la habitación, la abrazó y le colocó la medalla. «Ella fue maestra toda la vida —dijo Vizcarra—. Ese reconocimiento fue inmerecido para mí». Su madre quiso ver la ceremonia por televisión, pero el canal del Estado no la transmitió. La hija mayor de Vizcarra, futura ingeniera civil, grabó la ceremonia en su teléfono celular y después se la mostraría a su abuela. Allí escuchó decir al ministro Saavedra en su discurso: «Gracias a los maestros por ese esfuerzo que nadie filma, que nadie le toma fotos, que nadie ve, pero que puede marcar la vida de un alumno». Dos meses después de aquella ceremonia, Doris Cornejo, maestra de primaria por más de treinta años, moriría en Moquegua.
Martín Vizcarra vuelve al Perú para ser Presidente. En América Latina, los políticos carecen de mística y ambición para hacer historia, y los ciudadanos nos empeñamos en recordar a los corruptos. Quién sabe si, en unos diez años, alguien cruzará la calle para estrecharle la mano.
* Extracto de la crónica DOS SEÑORES EDUCADOS publicada en noviembre de 2015 en la revista Etiqueta Negra.
Tomado de página Modo Avión. Foto: Alonso Molina