Por Milagros Gonzales*
Cada día aparecen más casos de corrupción en nuestro país y en el mundo, el de la organización Odebrecht es uno de los más recientes y tristemente célebres. Los casos de corrupción no son aislados ni están en peligro de extinción, únicamente es que no todos logran tanta repercusión mediática. Ello hace que unido a que un porcentaje nada desdeñable de la población ha llegado a normalizarla sin previa reflexión o cuestionamiento al respecto, la corrupción se enquiste.
La corrupción es un flagelo que padecemos en nuestra sociedad y que afecta no solo a la gobernabilidad y a la democracia de nuestro país, sino que también atenta contra los derechos fundamentales de las personas. Es un fenómeno pandémico cuyas tenazas tienen la capacidad de camuflarse, mutar, reinventarse y aparecer en escenarios diversos: sociales, políticos y económicos.
Por ello, considerando las inequívocas consecuencias negativas que tiene la lacra de la corrupción, se convierte en un imperativo luchar por desterrarla, pero ¿cómo podemos hacerlo? Un paso clave y estratégico para lograrlo sería formar nuevas generaciones de ciudadanos: íntegros, honestos y con la claridad suficiente para reconocer que las metas y anhelos se logran a base de esfuerzo, disciplina y compromiso ético.
Entonces, además de la familia, es la escuela, donde por antonomasia al tener en su seno a niños y jóvenes por más de una decena de años, la responsable de una educación que forme dichos nuevos ciudadanos. La educación es capaz de enseñar el valor del bien común y que a veces el compartir con los demás implica sacrificios porque no siempre somos nosotros la prioridad. Es en la escuela donde aprendemos a ser responsables, a pensar críticamente y a entender que el fin no siempre justifica los medios.
El Ministerio de Educación es consciente de su papel en la lucha contra la corrupción. Por eso, en el Currículo Nacional de la Educación Básica se enfatiza que, desde el inicio de la escolaridad y de manera progresiva hasta el egreso, los niños y jóvenes desarrollen y pongan en práctica una convivencia para el aprendizaje mutuo, deliberen sobre asuntos públicos de manera informada y libre para la construcción de la sociedad justa, democrática y equitativa (Minedu, 2017) que nuestro país reclama.
En la misma línea, los institutos pedagógicos y las facultades de Educación deben también asumir la tarea de preparar a los futuros maestros para ser capaces de enfrentar los retos éticos que supone la corrupción. En suma, si bien la lucha contra la corrupción no es sencilla, tampoco es una utopía. La educación es, y siempre será sin ninguna duda, el antídoto más efectivo para combatirla y prevenirla.
* Directora de la Escuela de Educación de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado originalmente en el diario El Peruano. Foto: Minedu (referencial)