Por Igor Valderrama Maguiña
El esfuerzo nacional por desarrollar un currículo se enfrenta a un doble reto: en primer lugar, a la exigencia de un trabajo menudo por promover la participación de los principales actores educativos a fin de lograr consensos de largo plazo; y, en segundo, al ejercicio analítico e imaginativo de formular una mirada integrada que oriente la práctica docente y su perspectiva de la formación. Ahora bien, desarrollar un currículo plantea el reto de sostenerse en una condición de incompletitud: tanto por la exigencia inacabada de lograr el mencionado consenso como por el esfuerzo -siempre fallido- de orientar el proceso de formación. Como todo ejercicio político: es una tarea imposible, pero necesaria.
El currículo es un medio para lograr una visión consensuada de la formación del estudiante: un ejercicio político en el que se discute y acuerda el para qué y el cómo de la formación de los estudiantes. Desde esta perspectiva, este se presenta como producto de una comunidad y de sus posibilidades de negociación y participación; lo que hace indispensable la generación de espacios de debate y participación, inusuales en el Perú y en Latinoamérica. Tenemos una historia institucional sin la experticia para construir consensos e involucrar consistentemente a actores en sus decisiones. Esto genera un problema de legitimidad en el plano normativo, una dimensión en la cual se encuentra este documento.
El currículo nacional recientemente aprobado (Minedu, 2017) ha exigido que el Ministerio de Educación realice un esfuerzo por convocar a los diferentes a actores sociales y generar espacios de diálogo; dando lugar al debate y a diversas propuestas de reajuste a lo largo de varios años (CNE, 2017). En ese sentido, estaríamos frente a una reforma que puede tener sostenibilidad y legitimidad, a pesar de las resistencias esperables de algunos grupos de la sociedad. Sin embargo, la legitimidad del currículo requiere otros espacios de participación que no se reduzcan a la constitución formal de su diseño. Para tener validez, demanda realizarse en la práctica concreta de los docentes y en el espacio del aula. Los directivos y sobretodo los docentes necesitan asimilar, reinterpretar y reajustar esta propuesta en los espacios pedagógicos. Entonces, ¿por qué no se hace? Los espacios normativos y de gestión en los que desempeñan los docentes tienden a reducirlos a meros ejecutantes y limitan sus posibilidades de reflexión.
Investigadores y especialistas que han discutido ampliamente la dimensión micropolítica del currículo (Sacristán y otros, 2011; Stenhouse, 2003) nos señalan que es clave propiciar el encuentro entre el currículo formal y las prácticas pedagógicas concretas. La disociación entre la dimensión del hacer y los propósitos pedagógicos acordados y comunicados parece ser un tendencia de la complejidad de la labor docente (Tardif, 2013). La práctica convierte siempre en inactual a la demanda de idealidad normativa del currículo. Por ello, los contextos educativos requieren la redefinición permanente de las programaciones y el ejercicio reflexivo y prudente de los docentes. Así, la implementación de un currículo requiere apertura frente a estos espacios: las comunidades educativas concretas (directores, docentes, estudiantes y padres, principalmente) tendrían que ejercer un rol activo en las diversas etapas de implementación para que el decurso de la acción pedagógica no solo no se disocie del currículo formal sino que contribuya a su redefinición.
Estamos ante un currículo cuya legitimidad está todavía por consolidarse. Ante la experiencia, se hace necesario analizar las políticas que definen la participación de los docentes y de los directores en este constructo. Las reformas anteriores nos muestran que el DCN (2009) y otras propuestas curriculares perdieron validez en su implementación no solo por sus problemas de diseño, sino por la falta de políticas consistentes. Ante la prescriptividad de las propuestas, sin espacio para la significatividad ni la reflexión, estas fueron dejadas de lado por los docentes.
Un segundo reto del currículo es proponer el contenido del acuerdo: una mirada integrada de la formación del estudiante que se quiere lograr. Esto implica definir los ejes que orientan la formación y ofrecer una mirada sistemática y estructural de cómo se organizan los recursos que la permiten. En este contexto, se pone en debate qué es lo sustantivo de la formación; por tanto, exige un esfuerzo de síntesis y valoración de lo que entendemos por educación y de lo que esperamos de ella. Sin embargo, además de demandar un ejercicio reflexivo para diferenciar lo esencial de lo inesencial, nos plantea el reto de explicitar y deliberar sobre los desacuerdos centrales. Conforme la propuesta formativa va adquiriendo sustancia, se van haciendo evidentes las concepciones sobre cómo entender el desarrollo del estudiante, tanto las explícitas como las implícitas. Esto evidentemente abre la posibilidad de conflictos.
En este punto, el currículo actual, frente a las versiones anteriores, ha puesto mucho más énfasis. Se busca explicar y desarrollar los ejes centrales que orientan la formación (CNE, 2017); se da un espacio importante a la justificación de los aprendizajes fundamentales y de las competencias eje que articulan las áreas. Esto hace que la reflexión ya no solo esté en el campo de la pedagogía y sus recursos, sino también en la dimensión socio-educativa: nos permite preguntarnos qué tipo de estudiantes vamos a formar y para qué sociedad. Ahora, más allá de la discusión técnica sobre qué enfoque de competencia sostiene esta propuesta, está el debate sobre las nociones que definen el perfil a formar del estudiante: los conceptos vinculados a la ciudadanía y al desarrollo autónomo y responsable.
Esta perspectiva que pone como centro de la discusión a las características del sujeto que se busca formar toma distancia de un enfoque de la educación básica que privilegia el desarrollo de conocimientos instrumentales en el estudiante. Aparece en primer plano la dimensión social de la educación. Se abre así una dimensión de polémica y conflicto que excede al campo puramente pedagógico (Bordieu, 1997; Tenti, 2012). Ya no se trata solo de mejorar las competencias de los estudiantes en campos especializados como la lecto-escritura y el razonamiento matemático, sino de contribuir al desarrollo de un buen ciudadano. El conocimiento no es pensado al servicio de un individuo, sino como parte de la formación de un sujeto que debe orientarse hacia la convivencia responsable.
Se puede (y debe) discutir la noción de ciudadanía que plantea este documento, así como la aplicabilidad de varios ideales allí planteados. También podemos exigir y participar de un mayor debate sobre el contenido de los aprendizajes fundamentales asumidos en el currículo y, a nivel más técnico, sobre la relación que estos tienen con las competencias en su aplicación curricular. Sin embargo, no podemos cuestionar la gran oportunidad que nos ofrece este documento: volver a poner en discusión la exigencia de una educación que permita pensar la relación entre sujeto y sociedad. Esperamos que el proceso de implementación de este currículo tenga las idas y vueltas necesarias en la búsqueda de consensos para realizar las modificaciones necesarias que den legitimidad y visión de país a la educación básica.
Artículo publicado en Pólemos, portal jurídico interdisciplinario.
Foto: La República