Aunque preocupante, es de interés el planteamiento de Alberto Vergara en una columna publicada en este Diario hace unos días (“De Guzmán a Guzmán”, del 21 de febrero del 2016). El politólogo afirma que, en la actualidad, no hay temas reales que estén articulando el debate político. Añade que no hay lealtades ideológicas sustanciales, ni confrontación de posiciones sobre los temas.
Es posible –como él señala– que no estén planteándose esos debates. Sin embargo, es muy necesario que discutamos sobre temas cruciales en los que el país requiere consensuar una posición. Muchos de ellos están en el campo educativo.
Nadie está en desacuerdo con la importancia de ofrecer a todos una educación de calidad. Pero el cómo y el cuándo pueden ser objeto de sustancial discrepancia.
Así, no todos coinciden en incrementar el gasto corriente (gasto recurrente, como aumento de salarios de docentes, contratación de psicólogos y personal administrativo, y mantenimiento de escuelas), que en el caso de educación constituye una inversión esencial. Algunos opinan que, por su gran impacto multiplicador, la prioridad debe ser el gasto de capital, básicamente en infraestructura.
Esta posición no considera que el drama de la educación es producto de décadas de falta de gasto en mantenimiento, que ha generado un inmenso déficit de infraestructura, bajos salarios de los docentes, necesidad de personal administrativo y en puestos necesarios (por ejemplo, psicólogos), falta de formación en la gestión de los directores de escuela.
En todos esos aspectos se ha avanzado significativamente en los últimos años. Eso explica, en parte, el incremento de la inversión en educación en la forma de gasto recurrente. La educación es un servicio que necesita del talento de la gente y ello requiere de un mayor gasto recurrente, aunque eso implique un importante esfuerzo fiscal.
Asimismo, no todos están de acuerdo con regular las universidades. Es más importante para algunos defender el principio de que el mercado es el único asignador eficiente de recursos (lo cual se sostiene en muchos casos, pero no en este).
Las universidades –dicen– deben competir por alumnos, y el mercado premiará a las buenas y castigará a las malas; que todo se resuelve con más información (al respecto, hoy hay más información que nunca, vean www.ponteencarrera.pe). Pareciera que no importase que sea un mercado imperfecto, en el que las decisiones son casi irreversibles: a diferencia de un mal restaurante, al cual uno simplemente no regresa, en el caso universitario, las inversiones que se esperan son de muy largo plazo y no queremos centros superiores que abran y cierren como pollerías o chifas.
Pareciera no importar que el rol social de la universidad vaya mucho más allá de enseñar una profesión, y sea el de formar ciudadanos. Por eso, se oponen al establecimiento de un organismo regulador que verifique el mantenimiento de estándares básicos que todos deben cumplir. En ciertos casos este desacuerdo quizá refleja distintas prioridades: los intereses de la universidad-empresa por sobre los intereses de los jóvenes, quienes se merecen una universidad que sea un mecanismo de inclusión y de progreso.
Además, no todos están de acuerdo con crear colegios de alto rendimiento para los mejores alumnos de las escuelas secundarias públicas. Centros que permiten que un niño brillante que nació en Condorcanqui, con padres con muy pocos recursos, logre una educación que le permita acceder al bachillerato internacional. Se dice que crea una élite y que toda élite es nociva. Es, efectivamente, una élite, pero una ligada al talento y al esfuerzo, y no al apellido de sus padres, sus ingresos o al color de su piel.
Finalmente, no todos están de acuerdo con la implementación de una política de crédito universitario. Crédito 18 se implementó el año pasado, y se inició con un número limitado de 200 becas. Quisiéramos que fueran más, pero no se puede alegremente incrementar el número de créditos –como plantean muchos– para tener jóvenes desempleados y endeudados.
Crédito 18 se diseñó de modo que sea sostenible para el estudiante y la universidad, limitando el crédito –de una tasa muy baja de 4%– a estudiantes con buen historial académico en la secundaria, y que estudien en instituciones de alta empleabilidad. Las universidades e institutos que participan, cogarantizan además el crédito, pues están seguros del futuro laboral de sus egresados. Así, el crédito permite que jóvenes financien sus estudios teniendo únicamente su talento como garantía.
No cabe pronunciarme sobre si hay ahora debates sustanciales o no. Pero de que los puede haber, Alberto, los puede haber y, en educación, los necesitamos sin más demora.
Fuente: El Comercio